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El abandono de las escuelas rurales: una crisis silenciosa en la educación mexicana

En las entrañas de México, donde los caminos se vuelven veredas y el internet es un mito, existen escuelas que el tiempo parece haber olvidado. No aparecen en los reportes oficiales ni en los discursos políticos, pero allí resisten, con techos de lámina que gotean cuando llueve y pizarrones tan gastados que apenas se distingue lo escrito. Esta es la educación que no se ve, la que sobrevive a pesar de todo.

Mientras las autoridades celebran la entrega de tablets y laptops en zonas urbanas, en comunidades como El Caracol, Oaxaca, los niños comparten tres libros de texto para todo el grupo. La maestra María, quien prefiere no dar su apellido por miedo a represalias, cuenta cómo viaja dos horas a caballo cada lunes para llegar a la escuela multigrado donde enseña a 15 estudiantes de diferentes edades. "Aquí no hay capacitaciones ni evaluaciones docentes sofisticadas -dice mientras arregla un ventana rota con cartón-. Lo que hay es necesidad pura".

Los datos del INEGI revelan una realidad escalofriante: el 38% de las escuelas en localidades menores de 100 habitantes no tiene acceso a agua potable, y el 67% carece de drenaje. Pero más allá de las cifras, está la historia de Juan, un niño mixe de 8 años que camina diariamente 7 kilómetros para llegar a un aula donde no hay luz eléctrica. Su mochila guarda no solo los cuadernos, sino el tortillo y los frijoles que serán su alimento hasta que regrese a casa al anochecer.

El contraste con las escuelas privadas de las grandes ciudades no podría ser más brutal. Mientras en Polanco los alumnos de preescolar tienen clases de robótica y pizarrones interactivos, en la Sierra Tarahumara los profesores improvisan con piedras y ramas para enseñar matemáticas básicas. Esta desigualdad educativa no es accidental; es el resultado de décadas de abandono sistemático y de una distribución de recursos que privilegia lo urbano sobre lo rural, lo visible sobre lo invisible.

Las consecuencias de este abandono se miden en generaciones perdidas. Los niños que logran terminar la primaria often abandonan sus estudios al llegar a secundaria, porque el camino se vuelve más largo y peligroso. Las niñas, especialmente, son las más afectadas, pues muchas familias prefieren que ayuden en casa antes de arriesgarlas en trayectos de horas por terracería.

Pero en medio de este panorama desolador, surgen historias de resistencia que merecen ser contadas. Como la de Don Rosendo, un campesino de 70 años que cada mañana toca la campana de la escuela porque el profesor no pudo llegar ese día. O la de las mujeres de Chenalhó, Chiapas, que se turnan para cocinar la comida de los estudiantes cuando el programa de desayunos escolares no llega.

Expertos en política educativa coinciden en que la solución requiere más que buenas intenciones. Necesita presupuestos específicos, programas adaptados a contextos rurales y, sobre todo, voluntad política para priorizar a los más vulnerables. Mientras tanto, miles de maestros siguen haciendo milagros con lo poco que tienen, escribiendo lecciones con gises tan pequeños que lastiman los dedos, pero no el espíritu.

La educación rural mexicana clama por una reforma que vaya beyond los discursos y llegue hasta las comunidades más remotas. Porque cada niño que abandona la escuela no es solo una estadística: es un potencial médico, ingeniero o maestro que México está perdiendo. El futuro del país no se decide en los salones de cristal de la SEP, sino en esas aulas de tierra donde la esperanza resiste, tercamente, contra todo pronóstico.

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