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La salud mental en México: un tabú que nos cuesta caro

En las calles de la Ciudad de México, entre el bullicio del tráfico y el ajetreo diario, se esconde una epidemia silenciosa que afecta a millones de mexicanos. La salud mental, ese tema del que todos hablan pero pocos realmente entienden, se ha convertido en la crisis invisible de nuestro tiempo. Mientras las autoridades se enfocan en enfermedades físicas, los trastornos psicológicos avanzan sin control, dejando estragos en familias, comunidades y la economía nacional.

Los números no mienten: según la Organización Mundial de la Salud, México ocupa el primer lugar en estrés laboral a nivel global, con jornadas extenuantes que superan las 2,250 horas anuales. Pero lo más preocupante es que el 85% de las personas que necesitan atención psicológica nunca la reciben. ¿Por qué? El estigma social sigue siendo una barrera infranqueable. En un país donde se premia la fortaleza y se mira con desconfianza la vulnerabilidad, buscar ayuda profesional sigue siendo visto como un signo de debilidad.

En las comunidades rurales, la situación es aún más dramática. Doña Carmen, una mujer de 68 años de Oaxaca, lleva quince años lidiando con depresión severa. "Mis hijos dicen que es flojera, que me ponga a trabajar y se me quita", cuenta mientras prepara tortillas en su cocina de humo. Su caso no es aislado. En pueblos y comunidades indígenas, los problemas mentales suelen atribuirse a mal de ojo, susto o incluso posesiones demoníacas, alejando a las personas de tratamientos basados en evidencia científica.

El sistema de salud pública mexicano enfrenta desafíos monumentales. Con apenas 4,500 psiquiatras para atender a 126 millones de personas, la relación es de un especialista por cada 28,000 habitantes, muy por debajo de los estándares internacionales. Las unidades de salud mental están saturadas, con listas de espera que pueden extenderse hasta seis meses para una primera consulta. Mientras tanto, las personas empeoran, sus condiciones se agravan y las familias se desintegran.

La pandemia de COVID-19 fue el detonante que hizo visible lo invisible. El confinamiento, la pérdida de empleos y el duelo colectivo dispararon los casos de ansiedad, depresión y trastornos del sueño. Las líneas de atención psicológica reportaron incrementos del 300% en llamadas, pero la infraestructura no estaba preparada para la demanda. Muchos mexicanos encontraron consuelo en grupos de apoyo virtuales, donde el anonimato les permitió compartir sus batallas sin miedo al qué dirán.

En las escuelas, el panorama es igualmente preocupante. Los adolescentes mexicanos reportan niveles alarmantes de estrés académico, acoso escolar y presión social. El suicidio se ha convertido en la segunda causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años, una estadística que debería sacudirnos como sociedad. Maestros y padres de familia reconocen el problema, pero pocos saben cómo abordarlo sin caer en prejuicios o minimizar el sufrimiento de los jóvenes.

Las empresas mexicanas comienzan a despertar ante la realidad. Grandes corporativos implementan programas de bienestar emocional, entendiendo que un empleado mentalmente sano es más productivo y comprometido. Sin embargo, en las pequeñas y medianas empresas, que representan el 99% del tejido empresarial mexicano, estos programas son casi inexistentes. El costo de la atención privada resulta prohibitivo para la mayoría de los trabajadores.

Las redes sociales juegan un papel ambivalente. Por un lado, han ayudado a normalizar las conversaciones sobre salud mental, con influencers y creadores de contenido compartiendo sus experiencias abiertamente. Por otro, han creado nuevas fuentes de ansiedad, con la presión de mantener imágenes perfectas y el acoso digital que afecta especialmente a mujeres y jóvenes.

Las soluciones requieren un enfoque integral. Es necesario desestigmatizar los trastornos mentales a través de campañas educativas masivas, capacitar a médicos generales para detectar problemas psicológicos tempranamente y fortalecer la red de atención primaria. Las universidades deben formar más especialistas y las escuelas incorporar educación emocional desde la primaria.

Las comunidades indígenas merecen atención especializada que respete sus cosmovisiones y tradiciones, integrando la medicina tradicional con enfoques científicos. Los curanderos y parteras pueden convertirse en aliados valiosos si reciben capacitación adecuada para identificar casos que requieran intervención profesional.

El camino por recorrer es largo, pero cada conversación honesta sobre salud mental es un paso hacia la curación colectiva. Como sociedad, debemos entender que la salud no es solo la ausencia de enfermedad física, sino un estado de bienestar completo que incluye nuestra mente y emociones. El precio del silencio es demasiado alto, y lo estamos pagando con vidas truncadas y potencial desperdiciado.

Mientras escribo estas líneas, recuerdo las palabras de un terapeuta que conocí durante mi investigación: "En México, nos duele más el qué dirán que el dolor mismo". Tal vez sea hora de cambiar esa ecuación, de priorizar nuestro bienestar sobre los prejuicios ajenos. La salud mental no es un lujo, es un derecho fundamental que merece la misma atención que cualquier otra enfermedad. Nuestro futuro como país depende de que aprendamos a cuidar no solo nuestros cuerpos, sino también nuestras mentes.

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