La salud mental en México: una crisis silenciosa que requiere atención urgente
En las calles bulliciosas de la Ciudad de México, entre el tráfico caótico y el ritmo frenético de la vida urbana, se esconde una epidemia que pocos quieren reconocer. La salud mental en nuestro país ha sido durante décadas el pariente pobre del sistema sanitario, relegada a un segundo plano mientras las autoridades se concentran en enfermedades más visibles, más tangibles. Pero los números no mienten: según la Organización Mundial de la Salud, México ocupa el primer lugar en estrés laboral a nivel global, con jornadas extenuantes que superan las 2,200 horas anuales.
El estigma que rodea a los trastornos mentales sigue siendo una barrera casi infranqueable. En los mercados populares, en las oficinas gubernamentales, en las fábricas y hasta en los hogares, hablar de depresión o ansiedad sigue siendo tabú. "Aquí no estamos locos", escuché decir a doña Carmen, una vendedora de tamales en Iztapalapa que lleva 15 años lidiando con ataques de pánico que atribuye al "mal de ojo". Su caso no es aislón: millones de mexicanos prefieren atribuir sus padecimientos mentales a causas sobrenaturales antes que enfrentar la realidad de un sistema de salud que los ha abandonado.
La infraestructura para atender estos padecimientos es, cuando menos, insuficiente. Con apenas 4,500 psiquiatras para más de 120 millones de habitantes, la proporción es de un especialista por cada 27,000 personas, muy por debajo de lo recomendado por la OMS. Los hospitales psiquiátricos públicos, como el emblemático Fray Bernardino Álvarez en la capital, operan con presupuestos raquíticos y personal sobrecargado. Las camas son insuficientes, los medicamentos escasean y las terapias psicológicas son un lujo que pocos pueden costear.
Pero hay esperanza en el horizonte. En los últimos años, han surgido iniciativas comunitarias que están cambiando el panorama. En Guadalajara, un grupo de jóvenes psicólogos creó "Mente Sana, Comunidad Fuerte", un programa que lleva atención psicológica gratuita a colonias marginadas. Utilizan técnicas de terapia breve y trabajan con curanderos y líderes comunitarios para romper las barreras culturales. "No venimos a sustituir sus creencias, venimos a complementarlas", explica la Dra. Valeria Montes, fundadora del proyecto.
La pandemia de COVID-19, aunque devastadora, tuvo un efecto colateral positivo: destapó la olla de presión que era la salud mental en México. Las consultas psicológicas en línea se dispararon un 400% durante el confinamiento, según datos de la UNAM. Plataformas como Psicólogos Sin Fronteras y Terapify lograron conectar a miles de personas con profesionales dispuestos a trabajar a costos accesibles. Fue como si de repente, detrás de las mascarillas y el distanciamiento social, los mexicanos se dieran permiso para decir "no estoy bien".
Los pueblos originarios tienen mucho que enseñarnos sobre el cuidado de la mente. En comunidades como los wirrárikas en Jalisco o los tzotziles en Chiapas, la salud mental no se separa de la espiritualidad ni de la conexión con la naturaleza. Don Emiliano, curandero de 78 años en la Sierra Tarahumara, me explicó durante una ceremonia con peyote: "La tristeza no es enfermedad, es mensaje del alma. Hay que escucharla, no taparla con pastillas". Su sabiduría ancestral, transmitida por generaciones, contrasta con el enfoque farmacológico predominante en la medicina occidental.
Las nuevas generaciones están rompiendo moldes. En universidades como la UNAM y el IPN, los estudiantes han organizado brigadas de salud mental, creando espacios seguros donde pueden hablar abiertamente sobre sus ansiedades y depresiones. Las redes sociales, aunque a veces tóxicas, se han convertido en plataformas donde influencers como "El Psicólogo Descalzo" usan el humor y la cercanía para normalizar la búsqueda de ayuda profesional.
El camino por recorrer es largo, pero hay señales alentadoras. La reforma a la Ley General de Salud de 2021, que incluye por primera vez la salud mental como prioridad, es un paso importante. Sin embargo, las buenas intenciones deben traducirse en presupuestos reales, en capacitación de médicos de primer contacto, en campañas de concientización que lleguen hasta el último rincón del país.
Mientras tanto, en un consultorio improvisado en la colonia Doctores, la psicóloga Mariana Ortega atiende a pacientes que llegan con la esperanza de encontrar alivio. "Cada persona que decide buscar ayuda es una victoria", me dice mientras prepara su siguiente sesión. Su sonrisa, cansada pero genuina, refleja la resiliencia de quienes luchan día a día contra una crisis que ya no puede seguir siendo invisible.
El estigma que rodea a los trastornos mentales sigue siendo una barrera casi infranqueable. En los mercados populares, en las oficinas gubernamentales, en las fábricas y hasta en los hogares, hablar de depresión o ansiedad sigue siendo tabú. "Aquí no estamos locos", escuché decir a doña Carmen, una vendedora de tamales en Iztapalapa que lleva 15 años lidiando con ataques de pánico que atribuye al "mal de ojo". Su caso no es aislón: millones de mexicanos prefieren atribuir sus padecimientos mentales a causas sobrenaturales antes que enfrentar la realidad de un sistema de salud que los ha abandonado.
La infraestructura para atender estos padecimientos es, cuando menos, insuficiente. Con apenas 4,500 psiquiatras para más de 120 millones de habitantes, la proporción es de un especialista por cada 27,000 personas, muy por debajo de lo recomendado por la OMS. Los hospitales psiquiátricos públicos, como el emblemático Fray Bernardino Álvarez en la capital, operan con presupuestos raquíticos y personal sobrecargado. Las camas son insuficientes, los medicamentos escasean y las terapias psicológicas son un lujo que pocos pueden costear.
Pero hay esperanza en el horizonte. En los últimos años, han surgido iniciativas comunitarias que están cambiando el panorama. En Guadalajara, un grupo de jóvenes psicólogos creó "Mente Sana, Comunidad Fuerte", un programa que lleva atención psicológica gratuita a colonias marginadas. Utilizan técnicas de terapia breve y trabajan con curanderos y líderes comunitarios para romper las barreras culturales. "No venimos a sustituir sus creencias, venimos a complementarlas", explica la Dra. Valeria Montes, fundadora del proyecto.
La pandemia de COVID-19, aunque devastadora, tuvo un efecto colateral positivo: destapó la olla de presión que era la salud mental en México. Las consultas psicológicas en línea se dispararon un 400% durante el confinamiento, según datos de la UNAM. Plataformas como Psicólogos Sin Fronteras y Terapify lograron conectar a miles de personas con profesionales dispuestos a trabajar a costos accesibles. Fue como si de repente, detrás de las mascarillas y el distanciamiento social, los mexicanos se dieran permiso para decir "no estoy bien".
Los pueblos originarios tienen mucho que enseñarnos sobre el cuidado de la mente. En comunidades como los wirrárikas en Jalisco o los tzotziles en Chiapas, la salud mental no se separa de la espiritualidad ni de la conexión con la naturaleza. Don Emiliano, curandero de 78 años en la Sierra Tarahumara, me explicó durante una ceremonia con peyote: "La tristeza no es enfermedad, es mensaje del alma. Hay que escucharla, no taparla con pastillas". Su sabiduría ancestral, transmitida por generaciones, contrasta con el enfoque farmacológico predominante en la medicina occidental.
Las nuevas generaciones están rompiendo moldes. En universidades como la UNAM y el IPN, los estudiantes han organizado brigadas de salud mental, creando espacios seguros donde pueden hablar abiertamente sobre sus ansiedades y depresiones. Las redes sociales, aunque a veces tóxicas, se han convertido en plataformas donde influencers como "El Psicólogo Descalzo" usan el humor y la cercanía para normalizar la búsqueda de ayuda profesional.
El camino por recorrer es largo, pero hay señales alentadoras. La reforma a la Ley General de Salud de 2021, que incluye por primera vez la salud mental como prioridad, es un paso importante. Sin embargo, las buenas intenciones deben traducirse en presupuestos reales, en capacitación de médicos de primer contacto, en campañas de concientización que lleguen hasta el último rincón del país.
Mientras tanto, en un consultorio improvisado en la colonia Doctores, la psicóloga Mariana Ortega atiende a pacientes que llegan con la esperanza de encontrar alivio. "Cada persona que decide buscar ayuda es una victoria", me dice mientras prepara su siguiente sesión. Su sonrisa, cansada pero genuina, refleja la resiliencia de quienes luchan día a día contra una crisis que ya no puede seguir siendo invisible.